Esta madrugada ha dejado de existir el insigne escultor Suñol, artista por todos querido y de todos respetado. Su figura venerable, y por el carácter bondadoso y conciliador, le llevaron con frecuencia a ser arbitro para extinguir antagonismos y terminar contiendas entre escultores y pintores.
La historia del maestro Suñol es gloriosa, y sus obras pasarán a la posteridad como modelos de arte reposado, de dibujo firme, seguro e inspirado en las más puras y nobles tradiciones del clasicismo.
Nació en Barcelona en 1839, y a los veinte años paso a Roma para comenzar su carrera artística.
Pronto se hizo famoso con la primera obra que produjo su privilegiado cincel, y la estatua del Dante llevó el nombre de Suñol a la fama universal.
A tan soberbio trabajo siguieron después Beatriz y Petrarca, Canto Storie, Himeneo, Las tentaciones de Jesús y numerosisimos retratos y cabezas.
Como decorador, en los palacios de Denia, Valdelagrana y Linares dejó rastro de su genio en admirables trabajos.
San Francisco el Grande; el Museo, con el grupo de las Bellas Artes que aparece en el frontis; la estatua de Colon y otra representando también al ilustre navegante esculpida por encargo de los norteamericanos; multitud de obras en fin, como el panteón de O'Donnell, en las Salesas; el marqués de Salamanca, último trabajo que ha realizado a instancias del Ayuntamiento, y el portentoso San Francisco Javier, perpetuarán su nombre.
Suñol era académico, profesor de la Escuela de San Fernando y estaba en posesión de numerosas medallas de oro y condecoraciones que, como merecidas recompensas, fueron otorgadas a su mérito.
La falta de salud, desde muy joven, no pudo vencer las energías del ilustre escultor para el trabajo, y después de un accidente del que fue víctima en Roma, a poco de su llegada, ha pasado luchando con la muerte cuarenta años; y si sus amigos Villegas, Tusquets, Pellicer y Domingo lograron salvarle la vida cuando, al pasar el cenagoso Tiberone, cayó, estando a punto d ahogarse, la impresión y el baño en las emponzoñadas aguas del riachuelo romano quebrantaron su salud para siempre.
Interesantísimos eran los relatos y descripciones que hacía de la Roma del Papa-rey, y algún disgusto sufrió en la Ciudad Eterna, no por sus ideas liberales, sino ocasionado por la forma de sombrero blando, partido en la copa, que siempre conservó, a pesar de las modas y los contratiempos.
Pasear tales sombreros por las calles de Roma en tiempos de Pío IX era un rasgo de valor reservado a los audaces garibaldinos y perseguido como símbolo faccioso por los esbirros de Su Santidad; y en alguna ocasión, con los procedimientos de cortesía acostumbrados por los agentes subalternos de la autoridad en todos los países, le hicieron en el Corso romano variar la forma del airoso chambergo.
El recuerdo de las veladas en el café de Vía Felice y de los días pasados en su estudio de Vía Flaminia, donde Rosales pintó el Carlos V, parecían resucitar las gloriosas figuras de Fortuny, Casado, Plasencia, y evocar memoria de la juventud en Villegas, Pradilla, Vera Domínguez y otros famosos compatriotas, de los que el Arte espera aún días de gloria.
Descanse en paz el querido amigo y maestro!.